Skip to content

Tintero de Alberto Roblest

By | Published | No Comments

ElInk

A los doce años nos mudamos a la ciudad de Toluca y el primer amigo que hice fue Everardo. Con él me tocó trabajar en un proyecto de geometría. Su casa quedaba cerca de la escuela y el equipo de cinco nos reunimos ahí. Everardo nos esperaba ya listo con trozos de cartulina, tijeras, pegamento y lápices para los rombos, hexágonos y otras figuras que debíamos construir, todo sobre la mesa de la sala. Mientras esperaba por los que faltaban di una vuelta por ahí hasta detenerme en un librero donde además de libros encontré una colección de tinteros que el abuelo se había encargado de coleccionar. ¿Qué es esto? pregunté desde mi voz infantil. Tinteros, dijo el abuelo de mi amigo que en una esquina leía sobre una mecedora. ¿Tinteros? Sí señor, dijo el viejo y se acercó apoyado en su bastón.

Mucho antes de las máquinas de escribir, el fax y claro, mucho antes de la revolución digital -el email y el Facebook- ya habían corrido mares de tinta en este mundo. Antes de la imprenta por supuesto, antes de la pluma estilográfica o pluma fuente, o los .pdf ; los tinteros. Los tinteros fueron los viejos recipientes de la tinta con que el hombre escribió en la antigüedad –entre el siglo VI hasta el siglo XIX-. Gracias a ello y por supuesto al lenguaje claro, aprendimos a comunicarnos, a conocernos y a civilizarnos. Gracias a la tinta; noticias, misivas y recuerdos cruzaron los mares, los continentes y los corazones, pues no olvidemos que vivimos en la memoria de otro y del anterior ad infinitum en círculos concéntricos desde el primer día humano hasta el último. Estos objetos ocuparon por muchos años un lugar privilegiado sobre el escritorio. Hubo tinteros de muchos tipos, diseños y materiales. Los más conocidos fueron los de vidrio, aunque también los hubo metálicos, de porcelana y de madera, y más tarde de plástico. Los de bronce, plata y oro para los acaudalados, los de cristal y peltre para los escritores comunes y corrientes, los de madera para los que viajaban y temían que el recipiente del sagrado líquido se rompiese. El método era el siguiente. Una vez llenos de tinta u otro pigmento, se humedecía en ellos la punta de una pluma, regularmente pluma de ganso o de cisne y más tarde de pavos, y se empezaba a redactar teniendo cuidado de no aplicar mucho líquido pues podría mancharse el papel. Las plumas de ave –de ahí el nombre de los bolígrafos en español- eventualmente fueron sustituidas por puntillas especiales hechas de metal de diferente grosor, aunque los mangos podrían ser de diferente texturas, materiales y costo. -Por alguna razón psicológica seguramente, las personas privilegiadas siempre han pensado que todos sus objetos personales deben tener un valor más que de uso, monetario, como si eso diera a los objetos un aura especial, aunque la verdad es que no-. Algunos de aquellos recipientes de oro y plumas de aves exóticas rarísimas, no escribieron nada más que listas de vegetales en las bodegas o de esclavos en las barracas. Voltaire escribió sus mejores obras con simples plumas de gallo y tinteros baratos. “Manguillo de oro no escribe forzosamente algo que brille”. Antes de Gutenberg –a quien debemos la primera revolución mundial en términos de cultura masiva-, los tinteros contuvieron el líquido que llenó hojas, folios y documentos que circularon de mano en mano y de un sitio a otro del planeta, lo mismo llevando conocimiento y saber, que tristeza y dolor. Los tinteros permitieron al hombre plasmar sus ideas, sus gustos y sus memorias. Historia, ciencia, arte e imaginación quedaron en el papel para siempre y para bien de la humanidad en su conjunto. Alguien alguna vez dijo que la tinta fue la sangre de la historia.

Esta columna se titulará “Tintero” en homenaje a esos dispositivos propios para el líquido negro que permitió engarzar palabras directamente de la mano de un hombre para la vista de otro hombre sin intermediarios. Imaginen entonces que tengo en mano la pluma de una paloma mensajera color blanco que ahora introduzco a un tintero de estrecho cuello y humedezco para iniciar este escrito, cuidadosamente como un artesano que no desea se manche su lienzo con una gota indeleble que echaría a perder su mensaje. Tintero es entonces este espacio en Hola Cultura que como un antiguo lienzo o viejo papiro se desenrollará cada determinado tiempo para leerse en voz alta como se hacía en el Renacimiento cuando en la plaza se leía un edicto, las noticias lejanas, las peticiones, las declaraciones de guerra o la tragedia de un lugar insólito. Siguiendo esa tradición en este espacio escribiré de algunas cosas, o ensayaré si les parece mejor, en torno a la cultura, el arte, la sociología, el pensamiento y anexos.

Ahora bien y lo reconozco, no me hago el original pues hay quizá un par de canciones con este nombre, un disco y varios poemas, quizá hasta un libro y un programa de radio. En lo particular, a mi me resultó fascinante ver aquellos objetos y más aún, escuchar las historias que don Fero contaba; describiendo en detalle el cómo y el dónde él había comprado cada uno de aquellos tinteros. Un día al tomar uno de aquellos objetos sagrados para el viejo, descubrí una inscripción en la base y supe que las historias de don Fero eran solo una parte de la historia, pues había más, quizá mucho más; cartas y postales que acortaron las distancias y el tiempo hasta hacerlo compacto; otra historia detrás de otra, hasta llegar al propietario original de aquellos objetos detenidos en el tiempo en la sala de la familia de Everardo. Cierro entonces mi contenedor, limpio mi pluma que aun huele a cielo y abro este papel surcado de manchas negras que tejen un camino de principio a fin hasta este punto final.

Alberto Roblest