By hola | Published | No Comments
Parte de una serie de “literatura express“
Llegó a la euforia. Bailó con casi todas las chicas de la fiesta, habló con todos los tipos más populares y por un momento se sintió parte de ese grupo selecto a pesar de que no era una estrella del futbol, ni tenía un auto deportivo y ni siquiera una familia con renombre o una casa grande. Es más, tampoco un gran físico ni una cara por la que las chicas suspiraran. Contó algunos chistes que recordó de sus tíos y a todos hizo reír imitando a un cómico de la tele, se comportó además como un galán de película y se lució en la pista dando giros y pasitos que a solas había practicado por años frente al espejo y que hoy apenas daba a conocer frente al público sin sentir vergüenza, creyó ser agradable, se divirtió como nunca, pero sobre todo se sintió feliz y libre de complejos y ataduras… como si alguien dentro de sí hubiera salido de las sombras, de la profundidad del agua.
Cuando despertó se encontraba en su cama sobre la colcha, con la ropa puesta, los zapatos también y un dolor de cabeza que retumbaba en su cerebro como un tambor. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos, la poca luz que lograba colarse por las cortinas le molestaba de sobremanera y se colocó la almohada sobre la cara. Sintió la boca seca, avinagrada y el olor que su nariz percibió fue la de algo que estuviera pudriéndose. Escuchó en la sala la voz de su madre que hablaba con su hermana, los ruidos lejanos de los otros departamentos, los de la calle. Decidió dormir un poco más y se dio vuelta en la cama, se sacó los zapatos y cerró los ojos pensando en la gran noche que había pasado. Soñó que se abría paso entre la gente y que esta le aplaudía, le palmeaban la espalda y gritaban su nombre en medio de porras; todos parecían ser sus amigos, los que deseaban invitarlo a la próxima fiesta, a la próxima reunión, al próximo encuentro de exalumnos. El reía; se sentía estimado, envidiado, querido. Pronto volvió a quedarse dormido. Nuevamente abrió los ojos. Se volvió a encontrar en cama con los zapatos puestos y la ropa del día anterior encima; olía mal, todo él apestaba a orines, a rancio, a podrido.
Recordó el sueño de la noche anterior, en el que flotaba en una gran alberca a pesar de su cansancio. Sus ojos se posaron sobre un viejo y descolorido poster de “La Guerra de las Galaxias”. Tomó asiento en la cama y desconcertado giró la cabeza en redondo. Vio polvo en la cabecera de la cama, en los otros muebles, la silla con asiento de tela que orgullosamente le había comprado su hermana con sus ahorros junto con el escritorio escolar, mostraba manchones negros y todo en general en aquel sitio lucía viejo y decadente. Un fuerte escalofrió lo cimbró de pies a cabeza y sintió la necesidad imperiosa de un trago de alcohol. Con trabajos se puso de pie y fue al pequeño closet donde guardaba su ropa, buscó en la parte de abajo y extrajo una botellita con scotch barato que guardaba para aquellas ocasiones en su escondite secreto. La imagen en el espejo le regresó el rostro hinchado, enrojecido, avejentado de un hombre que al principio no reconoció pero que sin duda era él. Tuvo que volverse a mirar, esta vez de frente. Veinte, treinta años habían pasado desde aquella primera noche, sin duda. Volvió a empinarse la botella y el líquido bajó por su garganta acallando el aullido que clamaba por salir de su yo interno. Se miró en la fotografía en medio de su hermana y su madre orgullosas, sostenido el certificado de secundaria, la gran sonrisa a la gran promesa que se le abría enfrente. No recordaba cuantos meses, años había despertado con la ropa y los zapatos puestos sobre la cama, tal si sólo hubiera sido un gran día largo, larguísimo.
Quizá el agua en la maldita alberca del sueño de la noche anterior era todo el alcohol que había ingerido en todos estos años sin duda, mismos de los que había perdido la contabilidad y la memoria. Dio un nuevo trago a la botella y volvió a guardarla en su lugar. Se puso de pie dando traspiés y salió a la sala, donde una mujer con el cabello blanco y la cara arrugada frente a un viejo televisor le miró lánguidamente por un momento, mientras él se dirigía con paso trémulo hacia la salida.
Alberto Roblest