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Brincando de una nube a otra

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Francisco Toledo (1940-2019) descanse en paz.

El jueves 5 de septiembre falleció una de las figuras más importantes del arte mexicano contemporáneo, un hombre íntegro capaz de grandes proyectos. Un hombre que deja un legado grandísimo para su tierra y un artista excepcional en muchos sentidos. Su obra incluye no sólo dibujos, grabados, pinturas y esculturas, sino papelotes y juguetes, y va desde proyectos sociales y populares, a un legado artístico patrimonial que miraba hacia el futuro. Su nombre: Francisco Benjamín López Toledo, una figura quijotesca que solía pasearse lo mismo por el mercado de artesanías, que por el centro histórico y estar en dos sitios a la vez. Le gustaba pasar desapercibido y ser confundido con cualquier otro transeúnte, dado que Toledo a diferencia de los otros muchos artistas famosos, era bastante sencillo y no un petulante creído como hay bastantes, y a diferencia de estos, el maestro era un creador esencialmente comprometido con su patria y no un simulador, y mientras los otros se dedicaban a enriquecerse y a gozar de la buena vida, la fama, las fotografías y la estupidez en la que estamos inmersos hoy en día gracias al Imperio de la Banalidad, él se dio por lo social y su obra se encargó de patrocinar en más de una ocasión a la comunidad -siempre en desgracia en este mundo desigual-. Un hombre tranquilo y defensor de las buenas causas que lo mismo podía codearse con jefes de estado, que con indígenas de la Sierra; lo mismo ponerse al tú por tú con los gobernantes corruptos que cerrar filas en una marcha estudiantil; y lo mismo comía en un plató extravagante que con una tortilla doblada embarrada de chile y frijol.

“Se nos fue”, es el sentir y Oaxaca está triste. Francisco Toledo fue un hombre cabal y único en su género. Defensor de las etnias de su estado, y promotor de la recuperación de las lenguas originales de la zona, fue impulsor de varias editoriales y publicaciones en lenguas indígenas. Como luchador social lo mismo se pronunció contra la construcción del Centro Cultural y de Convenciones de Oaxaca en el cerro del Fortín, que contra la instalación de un McDonald’s en el centro histórico de Oaxaca; lo mismo contra la siembra de maíz transgénico que por la presentación de los 43 estudiantes de Ayotzinapa asesinados por el ejército; y lo mismo por la liberación de los presos del movimiento popular de Oaxaca en 2006 que por la recuperación de los ríos Salado y Atoyac.

“Francisco Toledo se nos fue”, se escucha en las calles de la capital de su estado y la gente llora. “En Oaxaca nos quedamos en la orfandad porque gracias a él tuvimos acceso a la cultura, al cine, a la lectura, al arte…” Dado que al oaxaqueño se le deben instituciones como el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca (MACO), la Casa de Cultura de Juchitán, el Centro de Artes de San Agustín, la Biblioteca para invidentes José Luis Borges, el jardín botánico de Santo Domingo, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, el cine club El Pochote, la Biblioteca Francisco de Burgoa y el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO).    

Toledo, como el mismo lo afirmaba sin ningún tipo de vergüenza, era un tipo del pueblo, un hombre que se había hecho inspirándose en su gente, en las tradiciones de su tierra, en el folclor, en la herencia cultural zapoteca y mixteca, en los colores de ese Oaxaca multicolor y multiétnico.

Tuve el honor de conocer a Toledo hará cosa de 25 años por primera vez en un evento que sucedió en la Ciudad de México en el Salón de la Plástica Mexicana, a donde llegó de sorpresa a visitar a un par de amigos oaxaqueños que exhibían esa noche. Era tan sencillo que el policía en la puerta le explicó que ahí no se permitía la entrada a gente con huaraches. Obviamente el mismo director del Salón de la Plástica Mexicana vino a recibirlo y le puso una regañada al guardia que no tuvo otra más que disculparse, y el buen Toledo cómo era, sólo soltó una sonrisa y dijo que sus huaraches estaban un poco sucios pero eran nuevos. Los más jóvenes departimos con él, nos tomamos un mezcal que él traía escondido entre sus ropas y la pasamos muy bien; admiró nuestras propias obras y nos dio algunos consejos en su forma sencilla pues detestaba la solemnidad que aman los políticos y gusta mucho también a los artistas del sistema.

Francisco Toledo a diferencia de la mayoría de los artistas encumbrados era un hombre ejemplar y de pocas ínfulas, no le gustaba mucho la alharaca y prefería las fiestas y las recepciones tranquilas poco masivas y sin mucha publicidad de por medio. Toledo a diferencia de sus compañeros de generación, acostumbrados a moverse entre aplausos, caminos y valles de aplausos, prefería el saludo con la mano y una mirada sincera que él sabía leer desde sus ojos profundos.

Artista, filántropo, promotor cultural, luchador social y creador de seres fantásticos, su muerte, pero sobre todo su vida, se eleva por los aires para convertirse en agua, lluvia, sol y semilla. La imagen que nos queda de Toledo es la de un niño descalzo, volando un papelote en el cielo, brincando de una nube a otra con una gran sonrisa en el rostro, como lo que fue: un gran hombre, un virtuoso en toda la dimensión de la palabra.

Alberto Roblest