By hola | Published | No Comments
“Iré viendo menos cada vez, y aunque no pierda la vista me volveré más ciega cada día porque no tendré quien me vea”. José Saramago, Ensayo sobre la ceguera.
Hace unos días, completamente harto del encierro, me fui en bicicleta hasta el National Mall. De pronto en un momento cuando llegué a Pennsylvania Avenue a la altura de la plaza Freedom, me di cuenta de que no había nadie, era la única persona en todo aquel espacio. ¿Me explico? Como si estuviera yo soñando. Nadie. Entonces sentí una gran opresión, quizá por la sensación de todo aquel vacío, la falta de gente. Giré la vista de un lado a otro regocijándome de aquel momento a todas luces de ficción, ¿qué no? Los semáforos funcionando, pero los edificios gubernamentales tan vacíos como las calles, las plazas, las bancas del parque sin nadie, los negocios cerrados, las luces de las oficinas apagadas, la avenida sin autos, el sitio de taxis vacío, ni un otro ciclista, ni peatón. Sólo yo en la soledad más absoluta. Era quizá el único ser humano en aquel lugar, no pude evitar un escalofrió al reconocer la irrealidad en la realidad. El cielo plomizo, completamente espeso, como si tuviera una capa de pintura gris; algo como el mal augurio de las novelas de anticipación.
Por si fuera poco: el silencio. Acostumbrado al ruido y al escándalo de nuestra vida cotidiana, aquella carencia de sonido me produjo temor. La fricción de la llanta sobre el asfalto era lo único en mis oídos y el palpitar de mi corazón también. No muy lejos la plaza de los Archivos Navales. Imaginé la Galería Nacional de Arte completamente despoblada, entonces me pregunté: ¿Qué sentido tenía todo aquel arte y aquella arquitectura sin individuos? Me acercaba a la Plaza Indiana con sus árboles llenos de flores rosas, al fondo el Capitolio, donde estaban reunidos, supuestamente, los senadores para arreglar el problema, según ellos muy machos peleándose contra el coronavirus; queriendo pasar a la historia, dándose golpes de pecho frente a sus votantes… haciendo plata más bien, saliendo en la tele. En el simbólico libro “Ensayo sobre la ceguera” de maestro portugués José Saramago, uno de los personajes le dice al otro al reconocer la existencia y las dimensiones de la pandemia que produce la ceguera blanca: “…que frágil es la vida si la abandonan”.
Alguna vez pensé que solamente en la literatura se daban cosas inquietantes y estremecedoras. Resultó que quien esto escribe, se convirtió en el personaje en bicicleta de una ciudad imaginada en la que no había nadie, ni un alma, en ningún lado. Dueño de la ciudad, regresé a casa a un ritmo más bien lento, como un protagonista novelesco que atravesara un escenario rumbo al siguiente capítulo, tan en silencio como el que más.
Una de las funciones de la literatura, además de todo lo sabido y por saber, es la de plantearnos mundos alternativos y realidades imposibles. Ir al futuro, regresar al origen y quedarse por ahí dando una vuelta en medio de una protesta durante los años 60s. Recurre a historias de amor y desamor, invoca tanto a sujetos grotescos y malvados, como a seres increíbles, perfectos y a veces bellísimos, sublimes, claro. Pero también a personajes como usted y yo, como el vecino de arriba, el del piso abajo y a los lados; individuos que viven sus vida y hacen lo que pueden para seguirla llevando, divertirse un rato, comer sano, de vez en cuando ir al cine, seguir amando, triunfando, lo que sea. Entonces súbitamente, el espacio que separa lo posible de lo imposible se acorta, de un día para otro todo el sentido de la vida cambia, al salir del metro… ¡agarranse!: el silencio, la ciudad vacía, ni un alma en pleno Downtown… impresionante.
No sé ustedes, pero yo me siento right now como un personaje de ficción. Creo que estamos viviendo la novela ahorita mismo, y pasa de una hoja a otra, en los días de cuarentena; donde el personaje se aburre, da vuelta al departamento como león enjaulado, escucha discos viejos, mira películas y películas, se rasca la espalda, se quitan los pelos sobrantes de las orejas, se queda dormido en el piso, come papas fritas de una bolsa gigante, regresa, entra al baño, sale hablando consigo mismo, da vueltas en la sala peleando con un enemigo imaginario, se mira al espejo mientras se agarra la barriga, se acuerda de la familia, se tiende un rato sobre un tapete de yoga, hace un poco de ejercicio, se calma y duerme. Sueña. En el sueño todo está bien, no pasa nada, el enemigo microscópico no existe.
Por alguna ingenua razón, creí que cosas como una pandemia de proporciones como la del coronavirus, solamente pasaban en la literatura y las películas. Me equivocaba, dado que nos hallamos viviendo un momento en el que la realidad supera a las letras y no a la inversa, exacto. Si lo analizamos un poco, lo cierto es que estamos justamente en la anormalidad de las obras de ficción, donde cualquier cosa puede pasar y todo es frágil. Cuidado.
Convertidos todos en personajes de novela, nos enfrentamos a un ente viral que entra a nuestro cuerpo; y reproduciéndose rápidamente elimina nuestras defensas y consume la salud. Su apariencia es horrible, luce como una espora de color verde llena de colgajos rojos, coronas, le llaman los científicos. El bicho, como se le conoce en español, produce terror, parece una de esas pelotillas que se usan para darse masaje cuando se padece de túnel carpiano. Feo, elemental, vivo. Un monstruo invisible con chupones como lo bautizó alguien en la radio.
La línea que separaba lo real de lo irreal se ha difuminado. A lo que voy, es que el ahora, pasaba solamente en las novelas que yo había leído en mi primer año de preparatoria con un maestro muy exigente, chapado a la antigua, don Fedro. Literariamente hablando, cuando tuve diez y seis años, viví con el Doctor Bernard Rieux, personaje de Albert Camus, los terribles efectos de “La Peste” (1947) y como está arrasa física y moralmente con la ciudad de Oran, en Argelia. En ese mismo curso seguí con atención los pasos de Samuel Pepys en el “Diario del Año de la Plaga” (1722), del maestro inglés Daniel Defoe que nos relata con precisión no solamente los efectos mortales y precisos de la plaga bubónica, sino nos describe la soledad de un Londres que luce como una ciudad fantasmagórica y doliente. Otro personaje de la misma talla es Juvenal Urbino, personaje memorable de Gabriel García Márquez que en “El amor en los tiempos del cólera” (1985) se enfrasca en lucha a muerte contra otra bacteria, el “Vibrio Cholerae”. Bacterias, virus, unidades microscópicas, enemigos invisibles causando daños evidentes, desencadenando una trama hacia lo desconocido. De acuerdo a los expertos, la novela de este nuestro presente apenas empieza, alguien la está escribiendo, incluso para los que no quieren darse cuenta, o se hacen los ciegos. En esta nuestra novela, el virus es la respuesta de una naturaleza abusada y envilecida. Un mundo sobreexplotado en aras del progreso, el dinero, el poder y la falta de ética sobre todo. La trama incluye cambio climático, daños ecológicos irreversibles, experimentos con animales y el total desprecio por todas las otras especies de este mundo, sólo por mencionar.
El personaje se lava las manos, se cubre la boca con una mascarilla, se pone unos guantes de látex y guarda consigo una botellita de desinfectante en la bolsa de la chamarra, sale a la realidad contaminada por la puerta de un edificio de departamentos, pasa una ambulancia.
Alberto Roblest