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Alfredo Corchado, el autor de “Medianoche en México,” se presentó en el salón 146 del Festival Nacional del Libro DC 2018 -llamado “Entendiendo Nuestro Mundo”- reservado para temas internacionales, donde habló sobre su nuevo libro: “Homelands”, y sobre su experiencia de vivir en la frontera.
Más temprano, había estado firmando ejemplares de sus libros en la fila número 10 del sótano del Centro Nacional de Convenciones de Washington. Luego de una cortísima espera, nos acercamos para obtener el codiciado autógrafo. De pie, Alfredo, me recibió con entusiasmo al ver un rostro latino hablando en nuestra lengua materna. Hubo una ligera sorpresa en él al darse cuenta que el ejemplar que llevé conmigo era de la edición en español de Medianoche en México, publicado en 2013. Me presenté como su tocayo y columnista eventual de Hola Cultura DC, con lo cual se mostró complacido. Le expresé mi interés por temas como la frontera e inmigración y añadí que estaría escribiendo una crónica sobre el conversatorio que acontecería un par de horas. Dicho esto, procedió a introducir su mano al bolsillo interior de su traje y me extendió su tarjeta personal para compartir esta nota con él una vez sea publicada.
En “Medianoche en México,” Alfredo recibe una llamada telefónica de su fuente principal para informarle que hay un plan para asesinarlo, y así comienza su viaje en espiral que busca descifrar la compleja situación del país, mientras lucha por salvar su vida. Este es un texto que habla sobre las sangrientas fronteras, recorriendo un camino de encrucijadas, desigualdad y violencia.
Pero en esta oportunidad, por razones obvias, el conversatorio se centró en Homelands, publicado en junio 2018, y disponible por ahora sólo en inglés. Este libro nos narra la historia de cuatro amigos México-Americanos en busca de su identidad; uno dueño del Tequila’s, único restaurante de comida mexicana en todo Philadelphia a fines de los ochentas; otro, un activista en derechos humanos; el tercero un abogado nacido en Nuevo México; y el autor, un periodista que simpatiza con la política de izquierda y que se muestra optimista en que la ley y el orden prevalecerán en ambos países.
Ante la pregunta del moderador sobre, ¿cómo se siente vivir cerca de la frontera?, no sólo literalmente, sino también figurativamente, Corchado respondió que en una conversación con uno de los personajes del libro, Primitivo “Primo” Rodríguez, éste le preguntó: ¿de qué lado estás? ¿Cuál es tu tierra?, y él contestó, entre risas, que eso dependía de quién estuviera ganando en un partido de fútbol entre México y Estados Unidos, “yo le voy al que está perdiendo”.
Corchado: “Traté de llevar la conversación hacia otro punto porque realmente no tenía idea de cómo responder. Tengo una dualidad al descubrir mi identidad. Yo nací en un pueblo llamado San Luis Cordero, en Durango, en el norte de México. Mi padre era un trabajador bracero y sentía en ese entonces que tenía una vida ideal. Él nos enviaba dinero cada dos semanas. Teníamos una pequeña tienda, y parte de mi trabajo consistía en verificar que cada juguete que mi madre vendiera funcionara. En esa época había muchos niños cuyos padres hacían lo mismo, escuchábamos historias de los Estados Unidos, pero a nuestra edad no era un mundo al que perteneciéramos. Llegó 1965 y cambió completamente nuestra vida. Se promulgó una ley que abría las puertas a inmigrantes de color por primera vez. El jefe de mi padre vivía siempre con el temor de que cada navidad, su mejor empleado nunca regresaría después de los feriados. Inicialmente yo ni siquiera sabía que tenía un padre. Él se iba 8 a 9 meses al año, y cuando decidió que todos nos iríamos nos rompió el corazón. Nos envió una tarjeta postal del Capitolio del Estado. Yo era el mayor de 4 hermanos en ese entonces, y en cada parada mis hermanos preguntaban “¿ya llegamos?” yo sacaba la tarjeta, miraba la foto y les decía que no. Ese mismo año nos volvimos inmigrantes legales. Recuerdo que los primeros diez años luego de venir al Valle Central de California, fuimos campesinos y labrábamos la tierra. Mis padres trabajaban para UFW donde el líder era César Chávez. Vivimos en una casa rodante para trabajadores inmigrantes. Era muy pequeña y mi tío dormía afuera, entre las ratas. Por alguna razón las cosechas atraían a las ratas, especialmente los melones. Así empezó nuestra vida en los Estados Unidos, y lentamente, las cosas fueron mejorando. Tanto la vivienda como las condiciones de trabajo mejoraron. Rápidamente asimilé el idioma aprendiendo la canción Bend, de Michael Jackson (risas del público) y I think I love you, de la familia Partridge, fue así como probé mi asimilación a este país. Nunca pensé que lograría mucho, incluso abandoné la escuela, nunca se lo dije a mis padres, sólo lo hice. Pero fue gracias al sacrificio de ellos que regresé a la escuela, luego fui al College y estudié periodismo en la Universidad. Más que nada porque una tarde, un grupo de periodistas televisivos fue al campo en busca de trabajadores menores de edad -eras considerado menor de edad si tenías menos de 15 años-. Mi madre siempre me decía “simula tener 15”. Ellos llegaron y la primera pregunta que me hicieron fue “¿Qué edad tienes?” Dije 13 y eso fue todo. Yo hice el trabajo de reportero, se lo hice muy fácil para ellos”.
“Nos mudamos a El Paso, mi experiencia juvenil con la policía de frontera se dio ahí. Teníamos un pequeño restaurante llamado Fred’s Café, y quedaba a unas 3 a 4 cuadras de la línea fronteriza. Una cosa que recuerdo es que dejaban buenas propinas. Fueron mis primeros años en el periodismo y a veces podía escuchar las conversaciones entre los comensales, eran traficantes de personas y discutían la manera de cómo hacer sus operaciones y, a su vez, escuchaba conversaciones de la policía fronteriza que también acudía a comer al restaurante. Recuerdo que a principios de los noventa empezaron a preguntarle a la gente por documentos de identificación y prueba de ciudadanía. Yo recién me había vuelto ciudadano por recomendación de mi editor en Philadelphia, quien sugirió que antes que me volviera corresponsal en el extranjero, debería obtener la ciudadanía estadounidense para estar mejor protegido. Se quedaron con mi tarjeta verde y en su lugar me dieron un papel que básicamente decía que yo residía en este país legalmente. Había un juego de pre-temporada de fútbol americano entre los equipos de Pennsylvania y Texas, salíamos temprano en el vuelo de las 5 a.m. y en el aeropuerto me sentí ofendido porque pensé que la policía de frontera me estaba estereotipando por mi apariencia, y me hacían preguntas que no venían al caso. Todavía no había recibido mi certificado de naturalización, entonces saqué mi American Express y fue así como me dejaron ir. Años más tarde cuando mi hermano nos dijo que deseaba ser agente de la patrulla fronteriza, le rogamos que no lo hiciera, sin embargo mis padres lo apoyaron, ellos pesaban que era un buen trabajo. Hasta ahora cuando viajamos con mis padres, bromeamos porque mi padre luce muy duranguense, con su sombrero y todo. Él sabe que lo van a auscultar y le harán preguntas. Yo usualmente me pongo sarcástico y hablo en español todo el tiempo. Es casi como un juego entre el gato y el ratón con el que crecimos jugando los chicos en la frontera. Hoy vivimos un momento más tenso, tratamos de no provocar ni dar excusas siendo lo más amable posible. Prácticamente desde 9/11 es un mundo nuevo en la frontera y no hay espacio para andarse con bromas”.
– Alfredo M. Del Arroyo